Carta al miedo a perder
- Oliva Conde
- 3 nov 2023
- 3 Min. de lectura
Tengo 23 años y muchos más de veintitrés miedos.
En los últimos meses, el miedo a perder ha sido el que más veces me ha paralizado. Es curioso, porque es precisamente esa parálisis la que me ha hecho perder más y más cosas.
Pero todo esto gira alrededor del significado de «perder», que ha cambiado radicalmente en mi imaginario durante el último año.
Siento que tengo un agujero negro en la garganta. Si las palabras eran la herramienta con la que me comunicaba, con la que trabajaba y con la que sentía, las he ido perdiendo una a una. Mes a mes. El miedo se las ha comido y también se las ha llevado a ellas, como rehenes de una guerra ya perdida.
Era la más acostumbrada a escribir con los pies en la tierra y la cabeza en las nubes. Ahora ya no queda nada más que un viento obsceno que arrasó con esto. Sólo quedo yo, ahogándome en una gota de agua, aplastada sobre un lienzo en blanco. Aquí quedamos yo y el miedo.
Miedo al dolor, a la soledad y al trabajo. Miedo a salir de casa y miedo de quedarme estática. Miedo de lo desconocido y, sobre todo, miedo de no volver a ver.
Este miedo ha conseguido lo que mamá pensaba que sería imposible: dejarme muda. Callarme. Ponerme una venda en la boca y en las manos.
Pero gracias a él también he conseguido revisar mis prioridades. Saber qué está bien y qué necesito realmente. Por qué este aire me hace respirar mejor que el que sentía alrededor hace cinco meses. Qué es lo que quiero y, sobre todo, quién es que me quiere.
Con el miedo ha ido la necesidad de la pérdida, de desatarme de lo que ya no es. O de lo que, directamente, nunca ha sido. De lo que recuerdo y de quien pasó inadvertido. De cada detalle que no vi y que ahora pasa ante mis ojos en pequeñas diapositivas.
Como todo tiende a tener sus luces y sus sombras, en esta pérdida también he encontrado. Me he hecho mi propio botín de corazones y recogimiento. He rezado, he besado, he abrazado y he vivido. He compartido lo más íntimo y lo más doloroso.
He pasado por las estaciones como pequeñas caricias.
Invierno fue de soledad, primavera de dolor, verano de miedo y otoño, definitivamente, de cansancio. Así de duro y directo, así de doloroso y triste. Pero también he tenido invierno de nuevos vínculos, primavera de amigas, verano de familia y otoño de amor puro. Mis compañeros de vida se turnan, se van pasando la vela para poder iluminarme el camino.
He vuelto a los dieciséis. A las botas altas con skinny jeans, a pasar semanas en el pueblo y a encontrar tranquilidad en los libros de amor y la música pop. Siento una especie de nostalgia interactiva que retroalimento con cada decisión que tomo.
He vuelto al amor de entonces y a cómo se veía el miedo a perder. He abrazado, uno a uno, cada uno de los vicios que había dejado atrás, cuando pensaba que estaba madurando. Sin duda, la enseñanza del año ha sido la de aquel refrán: lo que es para ti, ni aunque te quites.
Empezaba esta carta aludiendo al significado de perder y creo que tiene especial sentido volver a hablar de ello ahora. Ahora, que he visto que puedo volver a vivir lo que había dado por perdido, que puedo volver a sentir lo que ya había olvidado que existía. La pérdida, como todo lo que analizo tan exhaustivamente, es algo bastante relativo. No sé si puedo considerar que estoy perdiendo si no echo nada de menos. Si solo siento que extraño lo que aún está aquí conmigo. Abrazándome.
Pero hay algo que puedo afirmar que es cierto. Una de mis verdades absolutas sobre la pérdida (quizás la única): siempre he sentido la pérdida antes de llegar a vivirla, siempre he perdido abrazos mientras los sentía en mi piel.
Comments